Un padre y un hijo caminan por una amplia llanura prácticamente desierta. Visten largas túnicas blancas, se cubren la cabeza con turbantes igualmente blancos; la tierra seca resuena con el redoble de sus sandalias que avanzan a pasos acompasados, el padre delante, el hijo detrás. En un momento dado el niño se para, mira hacia el horizonte, señala con el dedo.
—Papá —dice—, ¿qué es eso?
(Es la polvareda provocada por el derrumbe del edificio)
—No es nada, hijo, sigue caminando.
Así lo hacen: callan y avanzan, recuperan el ritmo, no hablan más. Luego el niño vuelve a pararse: la polvareda ya es claramente visible, como el incendio de una selva ancestral.
—Papá —vuelve a decir el niño—, ¿qué es eso?
—No es nada, hijo —vuelve a decir el padre—. Sigue caminando.
Así lo hacen: callan y avanzan, recuperan el ritmo, no hablan más. Pero la polvareda también avanza. Sin que se den apenas cuenta, en un momento están envueltos en una nube oscura, densa, caliente, que parece habitada por pequeños insectos u otros seres hambrientos que se meten entre las ropas y pican.
—¡Papá! ¡Papá! —grita el niño con toda la fuerza de su voz— ¡Qué es esto!
—¡No es nada, hijo! —le responde el padre— ¡Sigue caminando!
Pero el niño ya no consigue oírle entre el rugido de la destrucción: se ha quedado atrás.