Sí, me he comido a tu abuela, Caperucita, me la he comido entera, de un bocado, sin masticar. ¿Eso me convierte en un monstruo? ¿Me transforma en un salvaje? ¿Me condena a la muerte, a la desaparición, a la infamia? Pues vale, lo acepto. Pero, ¿y lo que vosotros habéis hecho conmigo, a qué os condena?
Si nos comemos una gallina nos perseguís y nos matáis. Si nos comemos una oveja nos perseguís y nos matáis. Si nos comemos a una persona organizáis una cacería y no paráis hasta que nuestra piel cuelga en alguno de vuestros salones.
¿Qué esperabais que hiciéramos?
Tenemos ojos grandes para veros mejor; tenemos manos grandes para atraparos mejor; tenemos dientes grandes para desgarrar vuestra carne y partir vuestros huesos que crujen cuando los partimos.
Queréis que renunciemos a eso, pero vosotros no renunciáis a vuestros cepos, a vuestras alambradas, a vuestras escopetas.
¿Qué opción nos dejáis más que sembrar el terror para que veáis que estáis en el lado equivocado?
He hablado demasiado. Ya por la ventana veo al cazador con su rifle y su hacha. Me matará, Caperucita, y tu abuela saldrá de mi tripa entera, viva. Pero acuérdate de esto, Caperucita: vendrán otros lobos; vendrán otros lobos detrás de mí.
Mientras existan los cepos y las alambradas y las escopetas, los lobos seguirán viniendo a comerse a tu abuelita.