Quiero tener un accidente. Pero no un accidente cualquiera, sino uno de un tipo muy preciso: que no me mate, ni me deje en un estado que no me reconozca a mí mismo en el espejo; que no cause más víctimas, aparte de mí mismo; que no haya sido provocado por mí de una manera tan evidente que la gente sospeche; que me convierta en un ejemplo de superación y modelo de capacidad de resistencia, y al mismo tiempo me libere de cualquier obligación más allá de la mera supervivencia heroica.
Puestos a elegir, lo ideal sería que el accidente no fuera provocado por mí mismo, sino por otra persona o por elementos no humanos (una enfermedad: la de noches que paso rezando para que me ataque una enfermedad de gravedad mediana y consecuencias paralizantes); pero claro, eso ya es más difícil, o imposible, de planificar. Además, un accidente de este tipo podría provocar en su causante daños, si no físicos, sí morales o psicológicos; y yo aspiro a una modalidad incruenta de accidente -incruenta para todos menos para mí-.
Y si pudiera ser un accidente heroico: ah. Quedarme cojo de por vida por salvar a una anciana, a un niñito, a un perro; caerme por las escaleras persiguiendo a un ladrón; saltar a las vías del metro para salvar a un borracho y que el metro me aplaste, digamos, un pie o una oreja. Así saldría en los periódicos, me harían entrevistas en las que minimizaría la importancia de mi gesto (aunque por dentro estuviera reventando de orgullo), a lo mejor hasta me ofrecerían algún cargo público de tipo honorario.
Pero claro, la cosa da su vértigo y su miedo: no soy médico y no puedo saber con exactitud qué golpes me partirán una pierna, cuáles me dejarán inválido para siempre y con cuáles otros no viviré para contarlo. Gentes he conocido (me han llegado noticias) que por intentar provocarse una invalidez digna fueron demasiado lejos, y ahora se arrastran convertidos en vegetales rodantes llenos de babas: no podría soportarlo. O al revés, quienes se quedaron en el lado de acá del honorable traspiés, y tuvieron que ir a trabajar con muletas, o con el brazo en cabestrillo, sin ganar con ello simpatías ni admiración ni sueldo.
No es fácil en estos tiempos convertirse en mártir, y menos ganarse la vida con ello.
Hay veces que creo que me lees el pensamiento.
Muy bueno!
Qué miedo, Ensada!;)
Bueno, la última parte la podemos obviar o mejor sustituirla por una jugosa indemnización del seguro.